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14 de junio de 2009

En un mar de palabras huecas:


LAS VOCES DE LA TIERRA
Estamos rodeados de palabras, sumergidos o inmersos en ellas; apenas si asomamos la cabeza del océano verbal cuando alcanzamos a hilvanar alguna que otra definición. Este medio líquido en el cual nacimos y ahora mutamos, boqueamos fracasando o flotamos al fin como elegidos del Supremo Hacedor, es francamente temporal.
Quiero decir que vivimos escuchando lo que se dice y lo que se repite en nuestro tiempo, con el idioma de nuestra época; somos contemporáneos de una lengua en particular. O a lo sumo nos proponemos desoírla, rebelándonos furiosos frente a las imposiciones mediáticas, ante la difusión pública, ante verborragias políticas –que por lo general terminan siendo fascistas o materialistas-. Inútil, por supuesto. Las palabras continúan fluyendo; todas enfiladas y parejas en significados y significantes. No hay términos medios ni concilios de la lengua.
Está La Palabra, claro. Pero… ¿Quién la lee? ¿Quién la escucha? Se la reputa antigua, extemporánea, distante de las prioridades del tiempo que vivimos. Y también están todas las palabras que alguna vez se dijeron en el mismísimo espacio que ahora ocupamos, o alrededor de él, en este distrito al que pertenecemos porque por él fuimos paridos. Tanto para la una –la eterna- como para la otra –la olvidada- el público está ausente. Sólo unos pocos merodeadores, cavadores de cenizas, místicos incorregibles, escuchas de sonidos ocultos en el silencio, deambulan alrededor de la vaguedad, la ambigüedad, lo indefinible por naturaleza.
Estos son los fabricantes de fronteras. Los que consiguen distinguir entre mar y farallón, entre seco e inundado. Entre Dios y demonios. Aún entre mallín y sendero firme. Ellos forjan la lengua verdadera. Aquélla a la que amaneceremos en poco tiempo, cuando una nueva edad dorada supere la gran depresión en que nos debatimos.
Francamente yo me conformaría con volver a escuchar lo que se dijo durante los últimos mil años, a lo largo de las últimas treinta generaciones. Me bastaría con trazar una línea que uniese los puntos más altos y otra que emparejase los menores; aún trazaría una media que me permitiera cualificar la lengua de treinta generaciones. Y esta sería una fina medida, frente a la miserable e insuficiente referencia de nuestros veinte o treinta años atrás y adelante.
Una vez, hace muchos años ya, un profesor me dijo que en época de los romanos no existían los grabadores. Y que por eso era imposible saber cómo pronunciaban su latín. Tampoco existían los grabadores dos generaciones antes de la mía, y mucho menos treinta y dos veces treinta años atrás. Apenas si conocemos algunos nombres propios, las palabras con las que se designaban algunos objetos, o se llamaban los animales más frecuentes. Aún así, la pronunciación de estas palabras es materia opinable al infinito porque se carece de referencias; la mayor parte de las lenguas nativas fueron ágrafas o comenzaron a ser escritas en el mejor de los casos llegadas a su madurez, si no cuando ya estaban definitivamente muertas.
Me conformaría, entonces, con conocer la música que se desprendía del murmullo de las gentes pampeanas. ¿Qué sonidos primaban? ¿A qué lenguas actuales se parecían? ¿Había dulzura o acritud en estos sonidos gregarios, en las primeras voces que poblaron las planicies salobres, o el mar que aún hoy no termina de nacer?
¿Era ésta una comarca violenta o pacífica, según cómo manifestaban y se relacionaban sus pobladores originarios? ¿Eran esos hombres felices o infelices? ¿Ricos o miserables? ¿Qué nos hubieran aportado si los hubiésemos respetado, si nos sobrevivieran?
Hay una experiencia posible; ella consiste en recordar sus nombres y en repetirlos. En escucharnos cuando lo hacemos, y en descubrir la cadencia de una cultura combatida y exterminada por intereses prosaicos. Hagamos la prueba:
Ancalaoan, Angká-namún, Bagual, Carilef, Chanquetrox, Dionisio, Epugner, Foigel, Guatoc, Hunee, Iemul, Joujuna, Kalaqapa, Lincon, Manquelaf, Nacucheo, Okénel, Painé, Quinteleu, Rapuin, Shaiweke, Tretruell, Utraillán, Venancio, Wutrak, Xalamelec, Yanquetruz, Zapa.
Y hagamos otra prueba con una nueva secuencia:
Antipán, Akual, Bala, Carrayné, Chagallo, Chanil, Detuella, Entraigas, Fabri Llanquetrú, Galelián, Haisho, Iankütrú, Jünna, Kiñegür, Lailó, Llanquitruz, Maiká, Nahuelquir, Paillatur, Quiñé, Roco, Sacamanil, Tapalquén, Umiguanqui, Viñol, Wánchik, Xalamelec, Yanketruz, Zomó.
A continuación, propongámonos armar secuencias fonéticas con otros nombres, más cercanos por cierto: los que hasta ahora conocemos como pertenecientes a jóvenes secuestrados, ilegalmente detenidos en centros clandestinos, torturados y exterminados. Ellos también deambularon por nuestro distrito; pueden considerarse el otro extremo de nuestra cultura linguística. Sólo que en este caso, no se trata de descubrir o despolvar herencias, sino de jamás olvidar; se trata de nombres que mantendremos vigentes en la memoria colectiva.
¿Qué hay de común entre aquellas generaciones de cazadores y raspadores que defendieron familias y madre tierra y esta otra de nuevos libertarios que imaginaron una sociedad sin desigualdades ni injusticias? Ambas sirvieron como pretexto para la imposición de soluciones fascistas. Los dos episodios fueron rubricados con sangre inocente. Tanto ¨la conquista del desierto¨ como ¨la guerra antisubversiva¨ estuvieron movidas por intereses económicos. Ambas encumbraron a positivistas que dieron justificación doctrinaria a los exterminios. Tanto una como otra permitieron que arribaran al poder regímenes omnímodos, a su vez mesiánicos, defendidos como ¨soluciones finales¨ frente al desorden, el caos y la inseguridad. Tanto ¨la conquista del desierto¨ como ¨la guerra antisubversiva¨ permitieron que ¨el partido militar¨ se consolidase.
Finalmente: ambos exterminios desoyeron La Palabra. O a lo sumo se ocultaron tras las formas mientras traicionaban los contenidos. Abusaron de los significantes y contribuyeron a descargar un torrente de palabras huecas. Como este mar en el que estamos inmersos; éste, en el que intentamos afanosamente poner a flote las definiciones superando la oscuridad, la confusión y la mentira.
Porque tenemos esperanza. Porque hay otros que nos necesitan. Y porque Dios existe.

(c) Carlos Enrique Cartolano. De Tierra Regada -La independencia mal tenida-, fragmento del prólogo, 2011.

Otra Cartografía:

Salida de emergencia


Para evacuar conciencia
En emergencias dolorosas
Será menester buscar
Una puerta al fondo. O si no:
Un hoyo simple de araña
O de termita. Pozo azul
Donde el tiempo vuelque
Sus babas cazabobos.

Habrá que acudir a solas
Porque el paso es solitario
Sin barqueros/ Sin mundo
Encendido de mujeres
Sin planes presuntos
U obligados.
Y sin cartografías.

Bastará con levantar la vista
Recibir el soplo fresco
Y superado el umbral
Mirarse en la promesa
Del padre encriptado
Con códigos nativos.

La pregunta final
Alcanzará su sueño
En trompo serpenteante:
¿Será fácil reconocerme
Desde el espacio exterior
Cuando de mí esté olvidado?

(c) Carlos Enrique Cartolano, de ¨Poemas del amor que vence a la muerte¨, 2011.